No es un secreto que muchos de nosotros leemos por placer, porque es una forma estupenda de ocupar ratos de ocio y porque voluntariamente nos entregamos a una actividad relajante que, al mismo tiempo entrena nuestro cerebro. Leer (además) tiene otros muchos beneficios en el ámbito personal y en los planos social y académico. Puede que a partir de esta reflexión nos preguntemos: ¿de dónde procede el gusto por la lectura?
¿La adquirimos gracias al ejemplo de unos padres lectores? ¿nos introdujo un amigo de la infancia que nos había regalado ese álbum ilustrado? ¿sentíamos curiosidad por los libros de aventuras que “devoraba” la vecina? Lo que parece claro es que “obligar” no incentiva el gusto por la lectura.
Digo esto porque en el colegio o instituto (que es dónde se obliga, entiendo que por razones prácticas) el alumno recibe recompensas por sus lecturas y posterior ficha, trabajo o puesta en común; sin embargo esa recompensa (un punto positivo, un aprobado…) es un estímulo externo al alumno. Y todos sabemos que la motivación que mejor funciona (a no ser que estemos en un entorno laboral) es la intrínseca: aquella que emana de nosotras mismas, la que nos mueve a emprender caminos por la satisfacción de hacerlo, o porque implican una gran superación personal.
¿Qué ganamos obligando a leer u obligando a leer determinadas lecturas o géneros?
Si bien en Educación Primaria, es fácil guiar a un grupo de alumnos para que lean uno o dos libros cada trimestre (y especialmente lo es si los maestros se encuentran con niñas y niños que poseen un buen hábito lector adquirido en el hogar), con el paso a Secundaria, muchos de los que leían voluntariamente, muestran un total desinterés.
Da igual si el profe les manda leer Julio Verne, si se trata de novelas juveniles protagonizadas por jóvenes como ellos, o si hablamos de clásicos de la literatura española. Las temáticas afines pueden tener más éxito entre población adolescente, pero obligar sin tener en cuenta los gustos o necesidades de cada uno podría ser un error.
Y ojo, porque me parece muy loable porque en el fondo no se pretende solo responder al currículum educativo, sino dotar a los alumnos de un buen nivel de cultura, y de competencias en el lenguaje. O sea, que no es una crítica a los docentes, sino un pensamiento en voz alta. Pensamiento que está apoyado por la constatación de que los estímulos externos en el fomento de la lectura, son negativos (o eso apunta este artículo).
Si es un placer, no puede ser una obligación.
Pese a los beneficios académicos que acompañan el hábito lector, no se puede amar algo de forma impuesta. Y el hecho de que exista control de la lectura, mediante cualquier sistema de comprobación de lo leído, dificulta que la literatura se convierta en una buena aliada de nuestros adolescentes. Una de las principales razones es que no todo el mundo tiene el mismo ritmo de lectura.
Quizás tengamos que pensar en experiencias placenteras que refuercen la lectura; quizás tendríamos que conocer un poco más a esos seres maravillosos que son los niños y adolescentes, para entender que les mueve sobre todo el deseo de jugar para aprender.
Y sí, en casa podemos hacer mucho para motivar a leer, podemos hacerlo durante los 10 primeros años de la vida, después son ellos los que cogen (o no) el testigo y se aferran al hábito con determinación y amor por el conocimiento. Eso sí, no perdamos de vista que en los últimos años está cayendo el número de niñas y niños lectores… lo cual no nos debe llevar a pensar que lo debemos recuperar obligándoles.